miércoles, 5 de marzo de 2008

Delivery



Foto: wulanbdg







Hay un limite indefinido entre la civilización y la nada: cada vez menos casas, menos gente, hasta que uno se pregunta si “en las afueras” significa en el borde del mundo. Ya sin calles, ni ley, ni almas a la vista, cada casa es un acontecimiento extraño, su descubrimiento sugiere preguntas acerca de su historia y sus moradores.
El señor B., amigo del anonimato y del dinero fácil, llegó a una de esas casas al anochecer. Según el dato, la casa estaría sola a esa hora, y así parecía: sin luces ni alarma a la vista. Alrededor el pasto crecía descuidadamente. B. Eligió el punto de entrada.
La linterna iluminó sectores del piso y las paredes, fragmentos que por sus características particulares resultaba difícil comprender en vistazos incompletos. Aún si quisiera encender la luz, no localizaba ni un interruptor. En el suelo, las baldosas presentaban dibujos geométricos. En las paredes, líneas de diferentes grosores parecían contar una historia en un lenguaje desconocido, una historia que podía seguirse a lo largo del pasillo.
El sólo debía encontrar un pequeño cofre, una antigüedad valiosa para ciertos coleccionistas, según había asegurado su cliente. El pago final, al momento de la entrega, prometía triplicar el adelanto.
Aquel no parecía un sitio donde se acostumbrara recibir visitantes, ni creía B. que muchas personas hubieran visto antes lo que él estaba viendo. A medida que avanzaba, comprobó que no se trataba de una casa, no en el sentido habitual. No había cocina, ni baño, ni garaje, ni dormitorios. El lugar estaba acondicionado para cumplir alguna función, pero no para vivir allí.
El cofre buscado se encontraba al final de ese pasillo, sobre un mesa antigua con mantel negro. Tenía algo escrito al frente, con los mismos extraños caracteres, y una pequeña llave insertada en la cerradura. B. giró la llave. Levantó la tapa despacio. Sintió una ráfaga de aire, un movimiento rápido a sus espaldas. Al girar con su linterna no vio nada, y al mirar dentro del cofre tampoco.
Nervioso, lo cerró y se encaminó rápidamente por el pasillo, hasta encontrarse de frente con su cliente. La sonrisa del mismo reveló unos colmillos ansiosos por alcanzar su blanco. Esos ojos tan brillantes no lo miraban a él, miraban más atrás, donde B. podía sentir ahora otras presencias. Lejos de rendirse o desanimarse, B. extrajo su arma, quitó el seguro. Se decidió a luchar, literalmente, hasta la última gota de sangre. Los disparos, tan inútiles como los gritos, fueron los últimos sonidos en romper el silencio de esa noche.
El señor C. llegó a la casa al anochecer del día siguiente. A lo lejos, el sol caía muerto, derribado de un cielo teñido de sangre. Las sombras comenzaron a crecer y extenderse a su alrededor hasta que se lo tragó la noche.
No parecía haber nadie en la casa, como se le había informado. Sería un trabajo fácil. Estaba seguro de dejar satisfecho a su cliente.

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