Foto: marcopako
Había visto varias películas en que los pilotos eran apretados contra sus asientos por una potente aceleración. Era el efecto de las "catapultas" que les daban un impulso adicional para poder despegar de un portaaviones. Comprobé que un vuelo como turista era muy diferente. Apenas se sentía la aceleración, no en el cuerpo sino en el sonido de las maquinas, hasta que una leve inclinación nos indicaba que ya estábamos en el aire. Todo tan suave como volar en sueños con la fuerza de la voluntad.
Tan pronto como alcanzamos la altura que el avión acostumbra para estos viajes, se anunció que cada cual podía utilizar los aparatos electrónicos que trajera: computadora portátil, reproductor de música, ese tipo de cosas. Me costaba creer que estuviéramos a 10 km de altura. En cualquier caso, si estábamos a cinco a siete o a 10 km, yo no notaba diferencia alguna. Estábamos volando de noche, estábamos dentro en un compartimiento cerrado y con poca luz que para mí tanto podría ser un avión o un submarino. No sabía en qué parte del mundo me encontraba en determinado momento, sólo tenía el reloj para saber qué parte del viaje habíamos hecho y cuánto faltaba. Por cierto, lo había adelantado para asegurarme de llegar con la hora de México, y tomar el vuelo de conexión en el momento correcto.
El aparato eléctrico que traía conmigo era un humilde reproductor de mp3 que funcionaba con una batería AAA. Lo utilicé de a ratos para escuchar unos tangos. Había probado escuchar la música del avión con los audífonos proporcionados a bordo, pero de los diferentes canales, ninguno tenía un tipo de música que me interesara. En las pantallas distribuidas sobre los pasillos a intervalos regulares comenzó la primera película: Kung Fu Panda. No había visto niños entre los pasajeros, aunque la película era entretenida para todas las edades. En mi caso, el único problema era que ya la había visto. A mi alrededor había pasajeros mejor equipados para pasar el tiempo. Uno de los pasajeros tenía una "tablet", ese tipo de computadora plana, pequeña y portátil. Demostrando ser muy previsor, la utilizaba para ver una película que fuera más de su gusto. En otro momento utilizaría la misma tablet para jugar un solitario. A pocos metros, otro pasajero tenía una computadora portátil y trabajaba totalmente concentrado en una plantilla de Excell, el típico programa de asuntos administrativos. Si algo me sorprendía más que estar a 10 km de altura en alguna parte del planeta era observar a un adicto al trabajo que pasó horas escribiendo quién sabe qué, en medio de la noche, durante el viaje en avión. En cuanto a los celulares, yo no tenía, y tampoco sabía si funcionaban en esas circunstancias, más allá de las funciones adicionales como tomar fotos, usar un juego, programar la alarma para ser despertado a determinada hora o escuchar música.
Un viaje de nueve horas y 20 minutos se hace largo y aburrido, por más aparatos, entretenimientos o lecturas que uno lleve; sin embargo, conviene llevarlos.
En determinado momento muchos estaban durmiendo, haciendo uso de la pequeña almohada, la manta, y la máscara para los ojos que cada uno había recibido. Para ellos el viaje debió sentirse más corto. Yo nunca he conseguido dormir mientras viajo, no lo conseguí en tren, en ómnibus, ni ahora tampoco en avión. No siento que ningun asiento reemplace a una cama. De vez en cuando hacía ejercicios, pues era lo recomendado: incluso un folleto de la línea aérea indicaba cuáles hacer en un viaje largo. Cosas como mover la cabeza a un lado y a otro, ejercicios para los hombros y los brazos que uno podía hacer en el mismo asiento donde se encontraba. También a veces me levantaba y caminaba hasta uno de los baños que se encontraban al fondo. La puerta del mismo se habría doblandose hacia un costado. El espacio tan pequeño que uno tenía que girar sobre el eje vertical para usar primero el inodoro y luego el lavamanos. En el exterior había una indicación que nos comunicaba si el baño estaba ocupado. Quienes no percibian al principio ese detalle podían esperar un minuto frente a un baño vacío. Regresaba a mi asiento no sólo fijándome en el número y la letra del mismo, sino tomando como punto de referencia a los pasajeros que ya sabía que tenía cerca. No sé si a otras personas que lean este relato les habrá tocado viajar junto a alguien muy conversador o una pareja ruidosa. En mi caso, tenía de un lado la ventanilla y del otro lado a una mujer de unos 50 años que se mostraba amable en los pocos momentos en que dijo una palabra.
No sentía hambre, aunque las comidas eran una novedad que también servía para combatir el aburrimiento. No podía quejarme ni de la cantidad ni la calidad de cuanto había comido. Después de Kunf Fu Panda, "Medianoche en Paris" y "Capitán America", todavía quedaba tiempo para una serie cómica de media hora. Llegó el momento en que se nos anunció por fin que ya estábamos por llegar al aeropuerto internacional de México.
Llegué todavía de noche a un sitio desconocido y seguí a los demás.
El espacio era grande y el cartel decía "migraciones". Nos separamos en dos grupos: quienes eran mexicanos y quienes éramos extranjeros. Otra vez una cola, pero que pasaba rápido. Había varias chicas lindas atendiendo en ese trámite a los recién llegados. Cuando me llamaron a mi, me atendió un hombre de bigote, serio como perro en un bote, solemne como pedo de inglés. Hablaba en voz baja como si estuviera en una biblioteca, por lo que tuve que inclinarme un poco y acercarme para escuchar mejor. Después de ver mi pasaporte, me pregunto cuándo me iba. Había acabado de viajar durante nueve horas y 20 minutos y lo primero que me preguntaba era la fecha en que partiría. En Argentina me habían preguntado cuándo volvería. Parecía como si en Buenos Aires tuvieran miedo de perder un argentino y en México tuvieran miedo de ganar uno. Hubiera esperado algo como "gracias por visitar nuestro país", pero no tenía experiencia viajando. También quiso ver mi pasaje de regreso, por lo cual le expliqué el tema del boleto electrónico, y le mostré un documento que comprobaba la compra de un pasaje de ida y vuelta. Me preguntó cuánto tiempo me quedaría y dónde. Le indique la dirección de la casa de mi princesa, que ya estaba escrita en un ficha que había llenado. Entonces me preguntó cómo lo había conocido. "Y a tí qué rayos te importa" fue la respuesta pensada, pero como no quería quedarme a vivir en la oficina de migraciones, la respuesta fue "por internet".
Finalmente puso un sello al pasaporte y pasé a la siguiente sección, donde debía apretar un botón y ver si se encendía una luz verde o una luz roja. En mi caso fue roja, así que subi mi valija sobre una plataforma a modo de mesa y una chica muy simpática vestida con su uniforme de aduanas examinó brevemente el contenido. Luego de ver que todo estaba en orden, dejé la valija en una nueva cinta transportadora para que la carguen en el vuelo de conexión que saldría más tarde. Ese fue un momento en que ocurrió algo muy extraño pero que sólo noté más tarde: ya no tenía sujeta a mi cinturón la llave del candado de la valija. No sabía lo que habría hecho con la misma después de abrirla para que fuera revisada en aduanas. No recordaba si había vuelto a cerrarla, por lo cual lo más probable era que mi valija viajara cerrara únicamente por los cierres. Afortunadamente, el vuelo de conexión hacia Guanajuato duraba menos de una hora. En comparación con nueve horas y media, era un parpadeo.
Ya de día,un día de pleno calor, este avión más pequeño y con menos pasajeros se posó con habilidad y precisión sobre la pista. Había atravesado el planeta completamente solo y había llegado al lugar de destino en tiempo y forma. Esperé la llegada del equipaje algo impaciente, en unos minutos que parecían años. La valija se encontraba perfectamente bien. Paradójicamente, lo único que faltaba era el candado que le había puesto para procurar que nada faltara.
Volví a tomar mi valija y arrastrarla metro tras metro hacia el sector de llegadas. Aunque no pudiera verla todavía, sabía que mi princesa estaba allí, lo sabía cómo sabía que la tierra era redonda, lo sentía tan claro como el sol de ese mediodía. Allí estaba, llamándome por mi nombre, pues me había visto un momento antes de que yo la viera. Sin duda, un abrazo y un beso romántico constituyen la manera ideal de concluir un largo viaje. Era final de ese viaje, pero solo el principio de aquélla estadía con bastantes lugares que vale la pena visitar, y en buena compañía.
Continuará...
2 comentarios:
Jorge, me tienes enganchada con el relato de tu viaje.
Estás haciendo un buen ejercicio de memorización y de redacción. Gracias por compartirlo.
Volveré a leer la continiación.
¡Qué bonito es que te esperara tu princesa!
Un abrazo
Conchi
Gracias Conchi, ese encuentro fue tan lindo que no alcanzaria a describirlo bien ningún texto. Pronto podré comenzar con la descripción y las fotos de los lugares visitados.
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